Historias de Voluntariado


¿Por qué o para qué necesito vivir el extremo –lo malo—, para poder apreciar lo bueno en mi vida?

Autor/a
Andrea Tapia
País
México

Es una historia de Andrea Tapia

Cuando decidí participar en este proyecto (Luciérnaga Literaria, A.C.), no supe nunca (bueno, hasta el taller de capacitación) a lo que me enfrentaría. Es medio estúpido pensar, o no relacionar, que al ir a un hospital uno se encontrará con gente enferma, sufriendo y, muchas veces, sin cura alguna. Incluso niños enfermos. El taller de capacitación me hizo enfrentarme a algo que no había pensado o asimilado: a la enfermedad. Y debo reconocer que, constantemente durante el taller, me preguntaba si estaba capacitada para hacer lo que se requeriría de mí. Esta bitácora data de hace dos semanas. En parte el trabajo me ha impedido continuarla, pero también he tenido que asimilar esta experiencia pues no me atrevía a escribirla. Hoy, después de dos semanas, puedo escribir la continuación y sentirme un poco mejor. Ha sido una experiencia muy difícil pero también me ha ayudado a darme cuenta de lo que tengo, de lo que me rodea, de la importancia de la salud. Es extraño pensar que quizás ni a la familia de Yair, ni a él mismo, le aporté mucho, solamente unos cuantos cuentos que no sé si los entendía o si solamente se alegraba de ver a alguien que no le fuera a picar o a hacer algo a su diminuto cuerpo. Es extraño pensar que él, esa personita de 10 meses me aportó más que yo a él. Yair sigue en el hospital, aunque mañana sale. Se ha convertido en mi favorito a pesar de que no habla, de que no ha intercambiado palabras conmigo, pero sus ojitos inocentes me han conquistado. Es la primera vez que lo acompaña su papá, siempre había estado su mamá y me dio gusto saber que no estaba ella sola, que no era madre soltera. Platico un poco con su papá. Él, al igual que Yair y su mamá, lleva ya más de un mes en la Ciudad de México. Trabaja en los Estados Unidos y según entendí llegó recientemente, tal vez por la enfermedad de su hijo. La mamá de Yair me dice que finalmente mañana salen del hospital, después de un poco más de un mes de estar ahí. Me alegré mucho por el bebé pues no puede ser que siendo tan pequeño haya pasado tanto tiempo en un hospital, con oxígeno la mayor parte del tiempo. Desgraciadamente mi alegría dura muy poco pues no se van del hospital porque ya esté curado, sino al contrario, porque ya no hay nada que hacer. De pronto siento un nudo en la garganta y sigo escuchando: “tiene una enfermedad cuya única solución es un trasplante de pulmón”. ¡Un trasplante! ¡¿En dónde o quién le va a donar un pulmón a un bebé de 10 meses?! Aunque me da el nombre de la enfermedad no la entiendo pero sí puedo llegar a comprender que es grave y que no existe mucho qué hacer. Sus papás me siguen contando acerca de la enfermedad, ya parecen resignados o disimulan muy bien su tristeza. Mientras vive lo poco que le queda, este pequeño bebé tendrá que estar el mayor tiempo posible con oxígeno. Le sonrío a Yair mientras está jugando con el cuento que le traje para leer. Peor aún, la enfermedad es genética y si la pareja decide tener otro hijo, puede nacer con la misma enfermedad… los ojos de la mamá de Yair –cuyo nombre nunca supe—denotan tristeza. No puedo creer que este pequeño no vaya a durar mucho tiempo y sólo me pregunto cómo es que acabé aquí, en este hospital. La verdad es que lo único que quiero, es salir corriendo… quiero dejarlo todo y volver a mi casa, a un lugar seguro. Sigo pensando en la razón por la que estoy participando en esto como voluntaria, pero decido despedirme del pequeño con la mejor sonrisa, aunque el corazón me apriete y desee gritarle a alguien para que me diga por qué un bebé de 10 meses quizás no llegue a su primer cumpleaños. Cuando finalmente salgo del cunero, regreso a la sala de juegos donde está Brenda (otra voluntaria). Los niños quieren jugar otra vez lotería o que les lea otro cuento. Con trabajos puedo sacar fuerza y leerles una nueva historia. Finalmente salimos y mientras me subo al coche, no puedo evitar sentirme mal. Las lágrimas están corriendo por mi cara. Deseo no regresar la semana que entra, deseo correr a buscar a mi sobrina y abrazarla. Y me doy cuenta de lo afortunada que soy ya que la gente que quiero a mi alrededor está sana. Cuando regreso a mi casa y veo a mi hermana, no puedo evitar volver a llorar. Y constantemente cuestiono la decisión de participar e ir cada semana con los niños. Todo el día me siento apachurrada, de pronto siento que todo lo que me rodea es superfluo. Un bebé se va a morir y no hay nada que la ciencia, las enfermeras, los médicos, los libros, las voluntarias o el amor, puedan hacer al respecto. Ya pasaron dos semanas. La semana pasada que fue puente, no fuimos al hospital. ¡Qué bueno! Debo reconocer que necesitaba unas vacaciones. No he dejado de sentirme mal por Yair, pero me siento mucho mejor aunque constantemente pienso en él y en su mamá. Hoy regresé al hospital, me alegro que Yair ya no esté ahí, seguro en su casa recibirá más cariño que en un frío hospital. Entré al cunero a saludar a las enfermeras y volteé a ver la cuna que antes era de Yair. Hay un nuevo niño en esa cuna. Justamente en esa cuna. A diferencia de otras veces que me gustaba ir a ver a los bebés, leerles y enseñarles los dibujos de los cuentos, hoy no quiero hacer eso. Regreso a los niños más grandes, a los que, de primera instancia no parecen tan enfermos. Constantemente me acuerdo de Yair, y resuena en mi cabeza la pregunta que una amiga me hizo hace poco: ¿Por qué o para qué necesito vivir el extremo –lo malo—, para poder apreciar lo bueno en mi vida? No tengo respuesta pero quizás, egoístamente, me animo un poco más a regresar al hospital y seguir con los talleres. Ahora entiendo lo que decían en el taller de capacitación sobre la forma de enfrentar el dolor, la enfermedad, la impotencia, el sufrimiento y el ciclo de la vida. Por alguna extraña razón, uno decide colaborar en este tipo de proyectos para aprender algo de la vida, para sentirse humano, vulnerable, impotente y diminuto. Luciérnaga Literaria A.C. acerca a grupos infantiles y juveniles enfermos, o con discapacidad visual, al gozo de la lectura como fuente de sanación, creatividad, crecimiento integral y ejercicio de sus derechos humanos, a través de cursos de animación a la lectura con niños hospitalizados.

 
 

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