Cien Platos
- Autor/a
- Jose Maria Diaz Batanero
Es una historia de
Jose Maria Diaz Batanero
Cien platos
Tegucigalpa, colonia Monterrey. Iñigo al volante, Patricio de copiloto y tres españoles en el asiento de atrás. Serán aproximadamente las ocho y media de la tarde. El motor se pone en marcha rumbo al centro de la ciudad, en dirección al Estadio Nacional. En la paila Denis, Julio, Kevin, Carmen, Pacheco y cien platos.
Estadio Nacional. Una parada junto a una de las puertas de entrada. Salen todos del carro y se ponen en círculo a un lado de la acera con las luces todavía encendidas y el motor en marcha. Una breve oración con la mirada puesta algunos en la acera y otros en el cielo. Patricio habla, entre el silencioso rumor de los pocos carros que pasan y algunos perros que ladran.
“Que seamos capaces de acerarnos y servir a estos niños a los que vamos a encontrarnos, y de ofrecerles nuestro cariño y amistad”
Primera parada, el mercado del mayoreo. Primeros platos, primeras historias. Se acercan unos pocos chicos, saludando primero a Kevin y a Julio y luego a Patricio. Se conocen.
“¿Qué tal la semana? ¿Cómo os ha ido? ...”
Breves conversaciones. Alguna sirena de policía al fondo. Luces tenues de farolas entre los puestos vacíos del mercado entre los que duermen algunas personas, chicos y no tan chicos. Alguien se acerca cojeando, con unas muletas. Dice unas palabras y recibe otro de los platos. Parece que nadie le conoce. El carro se vuelve a poner en marcha.
Segunda parada, los bajos del congreso. Esta vez los chicos que se acercan vienen bien vestidos, con vaqueros y camisetas en buen estado y con zapatillas de deporte recién estrenadas. Uno de los chicos no es bien recibido.
“Tú no recibes plato hoy. Recuerda cómo te portaste el día de la excursión a la playa”
El chico insiste, los voluntarios dudan y miran a Kevin, que se queda sentado en la paila con la mirada perdida. Alguien comenta que al parecer intentó robar algo en una de las actividades realizadas en las semanas anteriores y hablan con el chico.
“Recuerda dónde estamos. Si quieres dejar la calle tienes un sitio donde quedarte.”
Un sitio donde quedarse. En los bajos del congreso, junto a los chicos, se reúnen un par de ancianas que también reciben su plato. Viven entre cartones, con gorros en la cabeza y la suciedad de varias semanas en la piel. La policía pasa a su lado sin mirarlas, casi rozándolas con el pie, pero sin decir nada. Un sitio donde quedarse. Una chica se acerca al carro con la eterna mirada de quien tiene la juventud. Juventud y una barriga que empieza a delatarse por sí sola.
“¿De cuánto estás, pequeña?”
Cuatro meses. La sonrisa en la cara, el resistol en los ojos y en la mente, nublada. Otro plato que se reparte, un bote en la mano y un abrazo a cada uno de los que se acercan a ella. Todavía no hay un centro para niñas, simplemente está la casa de las monjas, que se la ofrecen para cuando esté a punto de tener a su bebé.
Otra vez en marcha, por fin rumbo a Comayagüela. Los pasajeros se quedan por primera vez en silencio repitiéndose en la cabeza la misma cifra, “dieciséis años”. Dieciséis años y embarazada. Se cruza el puente de san Isidro, rumbo a la atómica, donde se realiza la tercera parada. Cien platos son pocos, parece que hoy va a terminar todo más temprano.
Tercera parada. Una calle oscura con algunos letreros luminosos. Dos militares escoltan un portal llevando dos rifles en la mano. Nadie se pregunta, todos prefieren no mirar. Se forma la cola detrás de la paila y se empiezan a repartir los platos. Algunos intentan recibir dos para poder guardar para otro día. Julio les conoce a todos y sabe a quién le ha repartido en cada ocasión. Les conoce bien, uno a uno, por su nombre. Él estuvo viviendo antes con ellos. Él fue antes uno de ellos. Él también recibió alguna vez su plato, llevando su bote en la mano. Patricio se queda mirando a un chico que se acerca con el olor del pegamento.
“¿Cuándo vas a dejar de una vez eso?”
Es difícil entender a un chico que viene colocado. La risa se confunde con las dificultades motrices. El vaivén es continuo. La mirada perdida. El chico se queda mirando a Patricio, que no le aparta la mirada de los ojos. Conversan. Hablan del tiempo que él ha estado en la calle. Patricio le hace su oferta, pero le pone muy claras algunas cosas.
“Allí hay algunas normas. Allí se convive, se come tres veces al día, se limpia, se estudia”
Algunos chicos prometen intentarlo. Otros no llegan ni a planteárselo. Saben que pueden tener la casa cuando quieran, pero han escuchado cosas extrañas de allá. La calle es su hogar, su comedor, su chamba, su sala de estar, su recinto de juegos. La calle es su excusa, el resistol es uno de los motivos.
“Y tendrás que dejar el pega. Allá no se permite el pega”
Ese olor que se te mete hasta dentro, que te hace perder el rumbo, que te quita el hambre, que te engancha lentamente. El pega, el resistol, el bote. Se consigue en la Isla, entre maras y ratones, entre basuras y el agua casi negra del río Choluteca. Se lleva en bolsita o en un botecito. Siempre encima, a mano. Entre la cola un chico que recrimina algo, tal vez un abandono.
“El otro día no me quisisteis llevar al hospital .. pasasteis de largo”
Iñigo se acerca, le explica, le habla. Parece que el asunto se aclara. El chico sigue molesto, se podría decir que incluso está temblando. A veces es imposible distinguir la verdad de la mentira.
“Me pisaron el brazo, me golpearon la cabeza ... ya sabéis que quieren matarme ...”
Todas las semanas muere alguno en algún ajuste de cuenta de las maras. Las maras son los flautistas de Hamelin. Tocan su flauta, atráen a los chicos, y una vez dentro ... no hay escapatoria ... En fin de año murieron varios ... el otro día a Alejandro, le mataron a su hermano ... extrañas circunstancias. Las maras son especialmente peligrosas para los mareros, los actuales, los arrepentidos y los del bando contrario.
“Quieren matarme ... y vienen a por mi”
Dicen que el miedo empieza por la mirada. En este caso empezó en el cuerpo y terminó en las palabras ... “y vienen a por mí” ... A veces es imposible distinguir la verdad de la mentira. El chico habla con todos, primero con Julio, luego con Kevin y sigue diciendo que tiene miedo.
“Yo ahora debería estar muerto. Si no fuera por la chica aquella que apareció me hubieran matado”.
Un sitio donde esconderse. Patricio le ofrece un sitio donde esconderse durante un tiempo. Tiene que ser él el que vaya hasta allá, para dejar la calle hay que tomar primero una iniciativa, no puedes ser extraído de ella. Para dejar la calle hay que dar un primer paso.
“Vente un par de semanas. Allí te puedes quedar todo el tiempo que quieras, y dejas que pase el tiempo”.
Preocupación en los rostros y el carro que vuelve a ponerse en marcha. A veces es imposible distinguir la verdad de la mentira. A veces es imposible distinguir la realidad de los efectos del resistol.
Cuarta parada. Se repiten la fila, las palabras de acercamiento, los saludos, las sonrisas, las preguntas. Siempre hay algún chico que se acerca para hablar durante un buen tiempo con Kevin o con Patricio. Siempre hay alguna promesa de pasar por la Monterrey, que luego no llega a cumplirse. Cada uno habla con uno de los chicos. Uno de los españoles se acerca a una chica que viene andando y que llama poderosamente la atención. Debe de estar a punto de tener a su bebé.
“¿Cómo te llamas?”
Ingrid. Barriga probablemente de nueve meses. La mirada perdida, el rostro de un ángel, de un ángel caído. Recoge su plato de comida y se queda parada junto a la puerta del carro. Empieza a respirar fuertemente y a llorar. Probablemente sean los efectos del resistol, pero podrían ser los dolores del parto.
“¿Te encuentras bien? ¿Qué te sucede?”
Ingrid sigue llorando. Tiene un poco de sangre en la mano. Intenta hablar. No se la entiende. El chico le toma el brazo, le habla, le tranquiliza. Es una falsa alarma.
“Ese hombre de ahí me dijo algo feo. Está loco. Quería asustarme”
Ingrid ha dejado de llorar y vuelve a sonreir. Recoge su plato y se vuelve a su rincón de la acera con un número de teléfono en el bolsillo por si necesita algo. Tal vez en unos días o en alguna semana haya un nuevo chico en la calle, el más pequeño de todos, recién nacido, haciendo de las aceras su portal de Belén.
Hay un poco de jaleo en la calle y los voluntarios vuelven al carro. Uno de ellos no ha dejado de pensar en Ingrid y de preguntarse si estará bien. Los ojos de la calle se te meten muy adentro, en el alma, te siguen y no te abandonan en un solo momento. Los ojos de la calle no te dicen ninguna palabra, simplemente te miran, y con eso es suficiente.
Última parada, el palacio de bellas artes. Algunos duermen en las aceras. Es la noche de más frío de todo el año. Los últimos platos se quedan allí. Patricio se acerca y habla con los huéspedes de los portales. Les acerca el plato, les da las buenas noches, se queda en silencio durante un buen rato y, ya dentro del carro, vuelve a hablar.
“Esto es imposible. Por eso sigo diciendo que más vale prevenir que curar. Esto hay que cuidarlo desde las escuelas. Ahora tal vez es demasiado tarde y ya no se puede hacer nada”
Veinte chicos han pasado por Los Llanos, la casa para los chicos de la calle, en un año. Sólo Julio continúa allí, lejos de su antiguo hogar, las aceras. Uno de veinte. Dicen los expertos que es un éxito rotundo. Generalmente la proporción es aún más baja. Es curioso que un fracaso pueda llegar a ser un éxito rotundo.
El carro vuelve lentamente por algunos de los sitios por los que ha pasado antes, rumbo a la Monterrey. Esta noche han quedado algunos sitios sin visitar. Podrían haber sido cien platos más. Los pasajeros hablan, comentan, callan y miran a esos rincones desde los que algunos chicos les saludan al pasar y ya piensan en el sábado próximo. ¿Cuántos pasarán realmente esta semana por la Monterrey?
Cien platos, aunque podrían haber sido cien más. Cien platos, cien rostros, cien nombres, cien historias, cien tragedias, cien posibilidades, cien esperanzas, cien dudas, cien caídas, cien sombras, cien injusticias, cien náufragos. Cien platos, aunque podrían haber sido cien más.